Leyendas Ecuatorianas | La Dama Tapada: cuando la noche colonial en Guayaquil escondía algo más que sombras

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A principios del siglo XVIII, Guayaquil no era la ciudad bulliciosa de hoy, sino una urbe aún marcada por las consecuencias de su fragilidad estructural y estratégica. Hasta 1687, el núcleo urbano se asentaba sobre el cerro Santa Ana —la llamada Ciudad Vieja—, un trazado irregular levantado en su mayoría con madera, rodeado de esteros y expuesto tanto a incendios como a ataques piratas.

Tras el ataque pirata de ese año y el devastador incendio de 1692, las autoridades decidieron trasladar la ciudad hacia una zona más baja y abierta conocida como La Sabaneta o Puerto Cazones. Allí nació la llamada Ciudad Nueva, donde se reconstruyó Guayaquil con una traza más ordenada, de acuerdo con el damero de la Ley de Indias.

Las viviendas, aunque más organizadas, seguían siendo de madera local —guayacán, huasango, pechiche, mangle—, con techos de teja, patios centrales y largas galeras. Para aliviar el sofocante clima tropical y la humedad de los suelos pantanosos, se utilizaban ventanas con chazas, sin vidrio, que permitían la ventilación. Las calles, sin pavimentar, se convertían en lodazales durante la estación lluviosa, haciendo de la movilidad un verdadero desafío.

A pesar de estos problemas, Guayaquil prosperaba. Su puerto exportaba cacao y maderas finas, importaba textiles y vino, y en sus astilleros se construían embarcaciones vitales para el comercio y la defensa marítima. Por sus calles, la mayoría de la población caminaba a pie o a caballo. Solo los más pudientes —autoridades, élites, religiosos— se desplazaban en carrozas tiradas por caballos, reservadas para ocasiones oficiales o ceremonias religiosas.

Pero entre el aroma a cacao, los rezos de campanas y los murmullos de los patios coloniales, comenzó a circular una historia que todavía hoy se recuerda.

La aparición que solo los hombres veían

Decían que no todos podían verla. Solo los hombres —especialmente aquellos que salían de tabernas a deshoras o vagaban con intenciones cuestionables— la encontraban. Ella no hablaba. No pedía auxilio ni parecía buscar nada. Caminaba.

La describían como una mujer imponente, vestida con una larga túnica negra, de porte aristocrático. Su rostro, siempre cubierto con un velo oscuro, permanecía oculto. Sin embargo, lo más desconcertante era su perfume: un aroma embriagador de jazmín, violetas o nardos, que precedía su paso y dejaba una estela en el aire.

Hipnotizados por su presencia, los hombres comenzaban a seguirla. Ella mantenía siempre una distancia constante, avanzando entre las sombras de callejones estrechos como los de la Cruz, el Ahorcado o cerca del antiguo cementerio. El trayecto podía ser largo o corto, pero siempre terminaba en un punto solitario. Allí, la dama se detenía.

Entonces, con voz suave, les decía:

Y al levantar el velo, el embrujo se rompía. Donde debería haber belleza, emergía el horror: un rostro cadavérico, con la carne descompuesta, ojos que brillaban como carbones encendidos y una mueca antinatural que helaba la sangre. El perfume se convertía en pestilencia.

El castigo detrás del velo

Muchos de los que aseguraban haberla visto no volvían a ser los mismos. Algunos huían aterrados; otros, caían fulminados por el susto. Quienes sobrevivían —los llamados “tunantes”— quedaban marcados: enmudecían, enfermaban o simplemente perdían el juicio.

La leyenda popular sostenía que aquella figura espectral era el espíritu de una mujer asesinada, posiblemente una prostituta ultrajada por algún cliente de la época. Su alma, negada al descanso, vagaba en la oscuridad, no como una aparición benigna, sino como un castigo para quienes llevaban una vida de excesos o faltas morales, especialmente hombres de conducta reprochable.

En una ciudad de noches calientes, callejones oscuros y rumores que viajaban más rápido que los barcos, la Dama Tapada se convirtió en símbolo de advertencia. Nadie sabía cuándo podía aparecer, pero todos sabían que, si lo hacía, era mejor no seguirla.

Esta historia se contaba en voz baja, entre familias, de padres a hijos, de abuelos a nietos, al caer la noche. Se relataba al calor de la leña, bajo el tenue resplandor de velas y faroles de aceite. Las madres advertían: “No salgas solo por la noche”. Los bebedores se persignaban al salir de las tabernas. Los tunantes eran recordados con temor.

En 2018, la leyenda renació en la pantalla grande con La Dama Tapada – El origen de la leyenda, dirigida por Josué Miranda. Algunos la han interpretado como una versión ecuatoriana de la Siguanaba, figura mítica centroamericana que también adopta la forma de mujer para aterrorizar a los hombres incautos.

Pero más allá del espanto, esta historia pertenece al universo del folclore oral ecuatoriano, donde mito y advertencia se entrelazan. La Dama Tapada es una creación popular, nacida del miedo, la oscuridad y la necesidad de advertir sobre los peligros de la noche.

Porque en Guayaquil, como en todo rincón del Ecuador donde la voz del pueblo se vuelve tradición, hay historias que, antes de escribirse… se contaron.

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